Publicado en Diario El Paìs por J. Ernesto Ayala-Dip
La llegada de la tecnología a las consultas de la sanidad pública ha
perturbado algunos hábitos. En las consultas de atención primaria, el
médico que antes nos saludaba mirándonos a los ojos, ahora se ha trocado
por una persona que apenas nos mira, apenas nos habla y apenas nos
escucha, dada, supongo, la mucha prisa que tiene de suplantarnos por el
siguiente paciente.
No es mi intención hacer ninguna crítica a la Seguridad Social, a la eficacia profesional con la que todavía se ocupa de nuestra salud. Podría protestarse ante las listas de espera para ser intervenidos en determinadas cirugías, cada día más ralentizadas en algunas comunidades autonómicas, debido al cierre de quirófanos (impelidos estos cierres por la austeridad presupuestaria); podríamos preguntarnos por el cierre de algunos centros de asistencia primaria en determinadas poblaciones, obligando a los pacientes de los mismos a desplazarse a localidades vecinas. En fin, a lo mejor poniéndonos muy exigentes, hasta podríamos aumentar el número de disfunciones descubiertas en materia logística. Pero, a la larga, dudo mucho que tengamos derecho a quejarnos más allá de lo pertinente. La medicina primaria en nuestro país en general funciona bien. Y en los servicios de tratamientos de patologías más inclementes, la atención y el cuidado altamente especializado es sencillamente impecable.
Lo que quiero hacer notar es algo que no afecta aparentemente a la situación clínica de los pacientes. Algo como más abstracto, pero no por ello menos real y comprobable. Lo que echo en falta cuando visito a un médico de la seguridad social es una mayor empatía, y como esta está tan ostensiblemente ausente, me conformaría con una simulación de esa empatía, una simulación de que nuestro médico conoce nuestro historial. O incluso a veces, que pueden ser muchas, echo en falta que simule que no le molesta mi visita. Ante esta situación, me pregunto: ¿Qué pudo haber pasado para que parte de la clase médica de nuestro país perdiera ante sus pacientes esa aureola de colectivo humano, cultivado e identificado siempre con el trato cordial?
Acabo de leer una novela de un escritor francés del que hasta hace poco no sabía nada de su existencia. Me refiero a Jacques Chauviré, muerto en el 2005 a los 90 años. Pues bien, se da la circunstancia de que Chauviré estudió medicina y comenzó a ejercerla en 1942. Su especialidad fue la pediatría, que ejerció casi toda su vida en la ciudad de Lyon. Con el tiempo, la práctica de la medicina se le hizo cada vez más desazonante, dado el asimétrico balance que establecía entre las vidas que salvaba y las que no. Ello lo llevó a buscar consuelo en la literatura, campo en el cual no tuvo el reconocimiento público que se merecía, salvo casi al final de su vida con el libro que tuve la alta dicha estética de descubrir.
Junto con el libro, había una nota de prensa que reproducía una entrevista que le habían hecho en 2004, con motivo de la publicación de Élisa, la novela a la que me refiero más arriba. Le preguntaban qué aporta el médico al escritor. Y Chauviré contestó: “Aporta la posibilidad de la observación. La consulta es un lugar privilegiado para conocer al otro y a la sociedad en general. En mi época, la literatura y la medicina eran hermanas porque en ellas todo era observación. Los médicos de los hospitales eran personas cultas. La medicina no era una disciplina científica, sino literaria: era fundamental escuchar, oír, ver”.
Esta familiaridad entre literatura y medicina subrayada por el escritor francés me hizo recordar que leí una vez que en algunas facultades de medicina de Norteamérica se imparten clases de literatura. Estas clases se marcan el objetivo de que la lectura de una novela, un cuento o un poema funcionen como herramientas de enseñanza en la educación médica.
Es en los centros oncológicos donde estas clases se hacen necesarias, según explican algunos directores de curso. A veces la introducción a las artes narrativas puede servir como punto de partida para afrontar como médicos sentimientos límites, como el sufrimiento o la muerte. “Los pacientes tienen algo que contarnos y los médicos somos unos privilegiados al poder escucharlos”, declara uno de estos directores.
Leí que en la facultad de Medicina de Pennsylvania se imparten clases sobre la obra narrativa y poética de William Carlos Williams, para quien el fundamento de la poesía estriba en las cosas y en los seres. Williams, que fue uno de los grandes poetas americanos del siglo XX, fue también médico durante cincuenta años en su ciudad natal, muy cerca de Nueva York. Ayudó a traer al mundo a más de dos mil quinientos niños.
Nuestros médicos no deberían dejar de mirar a los ojos a sus pacientes y escucharlos. Aunque tengan poco tiempo para tantas visitas. Sus relatos, además de servir como información clínica, sirven para que se sientan seres humanos y no simples receptáculos de medicación y hasta otro día.
No es mi intención hacer ninguna crítica a la Seguridad Social, a la eficacia profesional con la que todavía se ocupa de nuestra salud. Podría protestarse ante las listas de espera para ser intervenidos en determinadas cirugías, cada día más ralentizadas en algunas comunidades autonómicas, debido al cierre de quirófanos (impelidos estos cierres por la austeridad presupuestaria); podríamos preguntarnos por el cierre de algunos centros de asistencia primaria en determinadas poblaciones, obligando a los pacientes de los mismos a desplazarse a localidades vecinas. En fin, a lo mejor poniéndonos muy exigentes, hasta podríamos aumentar el número de disfunciones descubiertas en materia logística. Pero, a la larga, dudo mucho que tengamos derecho a quejarnos más allá de lo pertinente. La medicina primaria en nuestro país en general funciona bien. Y en los servicios de tratamientos de patologías más inclementes, la atención y el cuidado altamente especializado es sencillamente impecable.
Lo que quiero hacer notar es algo que no afecta aparentemente a la situación clínica de los pacientes. Algo como más abstracto, pero no por ello menos real y comprobable. Lo que echo en falta cuando visito a un médico de la seguridad social es una mayor empatía, y como esta está tan ostensiblemente ausente, me conformaría con una simulación de esa empatía, una simulación de que nuestro médico conoce nuestro historial. O incluso a veces, que pueden ser muchas, echo en falta que simule que no le molesta mi visita. Ante esta situación, me pregunto: ¿Qué pudo haber pasado para que parte de la clase médica de nuestro país perdiera ante sus pacientes esa aureola de colectivo humano, cultivado e identificado siempre con el trato cordial?
Acabo de leer una novela de un escritor francés del que hasta hace poco no sabía nada de su existencia. Me refiero a Jacques Chauviré, muerto en el 2005 a los 90 años. Pues bien, se da la circunstancia de que Chauviré estudió medicina y comenzó a ejercerla en 1942. Su especialidad fue la pediatría, que ejerció casi toda su vida en la ciudad de Lyon. Con el tiempo, la práctica de la medicina se le hizo cada vez más desazonante, dado el asimétrico balance que establecía entre las vidas que salvaba y las que no. Ello lo llevó a buscar consuelo en la literatura, campo en el cual no tuvo el reconocimiento público que se merecía, salvo casi al final de su vida con el libro que tuve la alta dicha estética de descubrir.
Junto con el libro, había una nota de prensa que reproducía una entrevista que le habían hecho en 2004, con motivo de la publicación de Élisa, la novela a la que me refiero más arriba. Le preguntaban qué aporta el médico al escritor. Y Chauviré contestó: “Aporta la posibilidad de la observación. La consulta es un lugar privilegiado para conocer al otro y a la sociedad en general. En mi época, la literatura y la medicina eran hermanas porque en ellas todo era observación. Los médicos de los hospitales eran personas cultas. La medicina no era una disciplina científica, sino literaria: era fundamental escuchar, oír, ver”.
Esta familiaridad entre literatura y medicina subrayada por el escritor francés me hizo recordar que leí una vez que en algunas facultades de medicina de Norteamérica se imparten clases de literatura. Estas clases se marcan el objetivo de que la lectura de una novela, un cuento o un poema funcionen como herramientas de enseñanza en la educación médica.
Es en los centros oncológicos donde estas clases se hacen necesarias, según explican algunos directores de curso. A veces la introducción a las artes narrativas puede servir como punto de partida para afrontar como médicos sentimientos límites, como el sufrimiento o la muerte. “Los pacientes tienen algo que contarnos y los médicos somos unos privilegiados al poder escucharlos”, declara uno de estos directores.
Leí que en la facultad de Medicina de Pennsylvania se imparten clases sobre la obra narrativa y poética de William Carlos Williams, para quien el fundamento de la poesía estriba en las cosas y en los seres. Williams, que fue uno de los grandes poetas americanos del siglo XX, fue también médico durante cincuenta años en su ciudad natal, muy cerca de Nueva York. Ayudó a traer al mundo a más de dos mil quinientos niños.
Nuestros médicos no deberían dejar de mirar a los ojos a sus pacientes y escucharlos. Aunque tengan poco tiempo para tantas visitas. Sus relatos, además de servir como información clínica, sirven para que se sientan seres humanos y no simples receptáculos de medicación y hasta otro día.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario
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