Tomado de Blog Medicina de Cabecera
Siguiendo un juego al que me entrego travieso con cada paciente nuevo que llega a mi consulta, a ella la etiqueté, sin dudarlo, de profesora. Profesora de algo, no lo tenía claro, pero no de niños: instituto, universidad, le faltaba un deje de dulzura en la mirada para imaginarla rodeada de niños. Mis sospechas se incrementaron cuando me saludó educadamente y sacó del bolso el talonario de Muface.
"No suelo venir mucho", esas pocas palabras que nos provocan a los médicos de cabecera un escalofrío precognitivo en la columna cervical; aunque igual era una contractura del trapecio, vaya usted a saber. Su historia electrónica estaba en el blanco más absoluto, excepto por el dato frío de la edad. "Tomo Lexatín habitualmente y suelo bajar a que me hagan las recetas".
La incomodidad que me provoca hacer las recetas de Muface la suplí con un somero interrogatorio que empecé por la frialdad de las patologías, para aproximarme con cautela a la calidez de lo humano. Y fue así como por fin me enteré de su condición de profesora universitaria, de su soltería y de su soledad, más que consentida, buscada.
Los primeros encuentros no son para desnudeces, y aquel acercamiento me dejó el sabor de lo inconcluso y el deseo de tender lazos que llevamos en el esqueleto los médicos de cabecera. Y así, como quien echa un vaso de agua a una planta de interior, esas antigüallas del talonario blanco me dieron la oportunidad de conocerla, o más bien, de descubrirla, pues su complejidad se me hacía patente en cada entrevista, y me volvía como el ángel de san Agustín encabronado porque el mar con el que parecía rellenar su agujero en la arena, lo dejaba al momento completamente seco.
Me extrañó verla entrar aquel día, pues no hacía tanto que le había abarrotado el depósito de combustible para la digestión de su vida. Todos mis intentos por reducir sus aficiones a la dichosa benzodiacepina habían quedado en una leve reducción del consumo a un aceptable "de tarde en tarde excepto en ciertas épocas" con el que había decidido conformarme, al menos temporalmente. Pero ese día no puso el talonario encima de la mesa, sólo me miró a los ojos y me soltó el trabucazo: "tengo cáncer".
Hacía un par de meses se había notado un bulto en el pecho, de considerable tamaño. Dadas sus prerrogativas de acceso indiscriminado, cuando vino a contármelo, ya llevaba encima mamografías, diagnóstico de anatomía patológica y recomendación de extirpación quirúrgica agresiva, llevándose por delante la mama y un buen pedazo de su femineidad. No era el momento de reproches y quizás fue culpa mía el no haber sabido conectar con sus complejidades lo suficiente como para que acudiera a mi desde el inicio, pero hay momentos para tragarse los orgullos, y aquel era uno de ellos. "Vengo a contarte que no voy a operarme, de hecho, no pienso hacer nada".
El paso de los años nos hace a los médicos de cabecera abandonar lentamente la arrogancia divina de desafiar a la muerte, nos hace digerir los iniciales fracasos en los tránsitos ineludibles entre la salud y la enfermedad que tiene el estar vivo, y nos hace, finalmente, a veces demasiado tarde, reconocer en la muerte la amiga fiel que siempre estaba con nosotros, y a la que durante años nos empeñamos en desafiar. Pero las cuadernas te tiemblan quieras o no quieras cuando un ser humano se sienta ante ti y te comunica su decisión de rendirse, o más bien, de no pelear, que no viene a ser lo mismo, aunque nos lo parezca.
No hizo intención de darme un millón de razones, simplemente, porque no se sentía con la necesidad de justificar la decisión ante nadie. Yo le pregunté si había hablado con alguien de su familia, y me contestó con un escueto "no hay nadie con quien hablar". Vi en su mirada la firmeza de su decisión, y luché con mi orgullo de médico para no caer en la invasión facilona de su intimidad. Sólo añadí una frase más: plantéate si te queda algo por hacer.
Aquellos días volvió el sabor amargo a la boca del viejo médico de cabecera, y la cabeza a buscar sus huecos para divagar sobre los por qué. Tardó unos dos meses en reaparecer. "He decidido darme quimioterapia pero no operarme. Se que sólo aplazaré lo inevitable, pero aún me quedan algunas cosas por hacer y necesito algo de tiempo". Ya había acudido a un oncólogo, e iniciaba el tratamiento enseguida. Fueron unos meses de horrores, de caras deformadas, de terribles dolores, morfinas y Lexatines. Un par de visitas a urgencias del hospital cediendo a los miedos de cuidadoras o médicos de guardia, solo por estar demasiado débil para negarse. Y vuelta para casa nada más recuperar la firmeza en el gesto, en la palabra o a veces únicamente en la mirada.
Al final, cambiamos la consulta por el salón de su casa, donde había colocado una cama junto a la ventana, y donde se acumulaba el olor amargo de la muerte próxima, mezclado con el humo del tabaco que no abandonó nunca. Murió durante un fin de semana, sin despedirnos, sin preguntarla si finalmente había encontrado el tiempo para terminar aquello que había dejado empezado. Ya hace varios años, y aún no la he olvidado.
"El paciente o usuario tiene derecho a decidir libremente, después de recibir la información adecuada, entre las opciones clínicas disponibles."
"Todo profesional que interviene en la actividad asistencial está obligado... al respeto de las decisiones adoptadas libre y voluntariamente por el paciente"
Estos dos artículos de la Ley de Autonomía del Paciente deben ser por sí solos capaces de silenciar nuestros egos de pequeños dioses.
Para entender la multitud de sentimientos que despierta en los sanitarios el enfrentamiento directo con la vieja amiga, recomiendo la lectura de las múltiples referencias que Mónica Lalanda, Miguel Angel Mañez y Monica Moro recopilaron en El derecho a bien morir, y que nacieron del excelente texto de Mónica recogido en su blog: Cuando sea vieja, me moriré.
Como siempre, los hechos están lo suficientemente desvirtuados como para garantizar la confidencialidad de mis pacientes, aunque ya no estén entre nosotros. No ocurre lo mismo con los sentimientos del médico que suscribe.
"No suelo venir mucho", esas pocas palabras que nos provocan a los médicos de cabecera un escalofrío precognitivo en la columna cervical; aunque igual era una contractura del trapecio, vaya usted a saber. Su historia electrónica estaba en el blanco más absoluto, excepto por el dato frío de la edad. "Tomo Lexatín habitualmente y suelo bajar a que me hagan las recetas".
La incomodidad que me provoca hacer las recetas de Muface la suplí con un somero interrogatorio que empecé por la frialdad de las patologías, para aproximarme con cautela a la calidez de lo humano. Y fue así como por fin me enteré de su condición de profesora universitaria, de su soltería y de su soledad, más que consentida, buscada.
Los primeros encuentros no son para desnudeces, y aquel acercamiento me dejó el sabor de lo inconcluso y el deseo de tender lazos que llevamos en el esqueleto los médicos de cabecera. Y así, como quien echa un vaso de agua a una planta de interior, esas antigüallas del talonario blanco me dieron la oportunidad de conocerla, o más bien, de descubrirla, pues su complejidad se me hacía patente en cada entrevista, y me volvía como el ángel de san Agustín encabronado porque el mar con el que parecía rellenar su agujero en la arena, lo dejaba al momento completamente seco.
Me extrañó verla entrar aquel día, pues no hacía tanto que le había abarrotado el depósito de combustible para la digestión de su vida. Todos mis intentos por reducir sus aficiones a la dichosa benzodiacepina habían quedado en una leve reducción del consumo a un aceptable "de tarde en tarde excepto en ciertas épocas" con el que había decidido conformarme, al menos temporalmente. Pero ese día no puso el talonario encima de la mesa, sólo me miró a los ojos y me soltó el trabucazo: "tengo cáncer".
Hacía un par de meses se había notado un bulto en el pecho, de considerable tamaño. Dadas sus prerrogativas de acceso indiscriminado, cuando vino a contármelo, ya llevaba encima mamografías, diagnóstico de anatomía patológica y recomendación de extirpación quirúrgica agresiva, llevándose por delante la mama y un buen pedazo de su femineidad. No era el momento de reproches y quizás fue culpa mía el no haber sabido conectar con sus complejidades lo suficiente como para que acudiera a mi desde el inicio, pero hay momentos para tragarse los orgullos, y aquel era uno de ellos. "Vengo a contarte que no voy a operarme, de hecho, no pienso hacer nada".
El paso de los años nos hace a los médicos de cabecera abandonar lentamente la arrogancia divina de desafiar a la muerte, nos hace digerir los iniciales fracasos en los tránsitos ineludibles entre la salud y la enfermedad que tiene el estar vivo, y nos hace, finalmente, a veces demasiado tarde, reconocer en la muerte la amiga fiel que siempre estaba con nosotros, y a la que durante años nos empeñamos en desafiar. Pero las cuadernas te tiemblan quieras o no quieras cuando un ser humano se sienta ante ti y te comunica su decisión de rendirse, o más bien, de no pelear, que no viene a ser lo mismo, aunque nos lo parezca.
No hizo intención de darme un millón de razones, simplemente, porque no se sentía con la necesidad de justificar la decisión ante nadie. Yo le pregunté si había hablado con alguien de su familia, y me contestó con un escueto "no hay nadie con quien hablar". Vi en su mirada la firmeza de su decisión, y luché con mi orgullo de médico para no caer en la invasión facilona de su intimidad. Sólo añadí una frase más: plantéate si te queda algo por hacer.
Aquellos días volvió el sabor amargo a la boca del viejo médico de cabecera, y la cabeza a buscar sus huecos para divagar sobre los por qué. Tardó unos dos meses en reaparecer. "He decidido darme quimioterapia pero no operarme. Se que sólo aplazaré lo inevitable, pero aún me quedan algunas cosas por hacer y necesito algo de tiempo". Ya había acudido a un oncólogo, e iniciaba el tratamiento enseguida. Fueron unos meses de horrores, de caras deformadas, de terribles dolores, morfinas y Lexatines. Un par de visitas a urgencias del hospital cediendo a los miedos de cuidadoras o médicos de guardia, solo por estar demasiado débil para negarse. Y vuelta para casa nada más recuperar la firmeza en el gesto, en la palabra o a veces únicamente en la mirada.
Al final, cambiamos la consulta por el salón de su casa, donde había colocado una cama junto a la ventana, y donde se acumulaba el olor amargo de la muerte próxima, mezclado con el humo del tabaco que no abandonó nunca. Murió durante un fin de semana, sin despedirnos, sin preguntarla si finalmente había encontrado el tiempo para terminar aquello que había dejado empezado. Ya hace varios años, y aún no la he olvidado.
"El paciente o usuario tiene derecho a decidir libremente, después de recibir la información adecuada, entre las opciones clínicas disponibles."
"Todo profesional que interviene en la actividad asistencial está obligado... al respeto de las decisiones adoptadas libre y voluntariamente por el paciente"
Estos dos artículos de la Ley de Autonomía del Paciente deben ser por sí solos capaces de silenciar nuestros egos de pequeños dioses.
Para entender la multitud de sentimientos que despierta en los sanitarios el enfrentamiento directo con la vieja amiga, recomiendo la lectura de las múltiples referencias que Mónica Lalanda, Miguel Angel Mañez y Monica Moro recopilaron en El derecho a bien morir, y que nacieron del excelente texto de Mónica recogido en su blog: Cuando sea vieja, me moriré.
Como siempre, los hechos están lo suficientemente desvirtuados como para garantizar la confidencialidad de mis pacientes, aunque ya no estén entre nosotros. No ocurre lo mismo con los sentimientos del médico que suscribe.
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