A los profesionales de la medicina nos han educado para salvar vidas. Con ese espíritu inocente nos matriculamos en la facultad. Así nos educaron, sobre todo, aquellos que estaban más lejos de la clínica porque, el que está en contacto con la enfermedad y el sufrimiento sabe que salvar, lo que se dice salvar, salvamos poco. Pero, a pesar de ello lo intentamos y a veces desorbitadamente sin ser conscientes que tan importante como salvar vidas es evitar riesgos.
Queremos buscar enfermedad en la plenitud de la salud y en este empeño, no dejamos de equivocarnos. Nuestros excesos han generado errores sistemáticos: tratamientos abandonados, fármacos suspendidos y desgraciadas secuelas. Aún hoy seguimos cometiéndolos. Y empezamos a oír voces de quien desaconsejan una práctica determinada pero, las tachamos de exageradas, de interesadas,… Y cuando las desoímos lo hacemos en connivencia con dos prototipos: los que se aferran al siempre lo hemos hecho así y a las autoridades sanitarias que reaccionan en cámara lenta.
Los mismos pacientes reclaman pruebas para permanecer en el anhelado mundo de los sanos. Y a veces, hay que decir “no” porque, dar a los personas lo que quieren no siempre es lo mejor. Aunque, para decir “no” hay que formarse, estudiar y argumentar convenientemente.
Más nos valdría a los médicos ser jardineros de la vida que observan y acompañan, que disfrutan con el discurrir y sólo intervienen en contadas ocasiones. Jardineros que no salen en las fotos de las mejores flores aún cuando tienen mucha complicidad con ellas.
Los errores aleatorios son tan humanos como inevitables. Todos tenemos un caso. Un caso que nos duele tanto que nos hace permanecer en silencio. Un caso que quizás no hemos sabido cicatrizar. Pueden ser heridas profundas de las que precisan sutura y cuidados especiales o heridas superficiales que producen quemaduras extensas. Heridas, al fin.
Atendemos muchas personas y a menudo reflexionamos poco. Eso nos puede llevar al error. Los casos complejos precisan de humildad, conciencia y reflexión pausada, precisan médicos sin prisas para tomar perspectiva y hacernos cargo.
Erramos cuando no somos capaces de ampliar el zoom y visualizar contextos.
Cometemos errores cuando tratamos minorías. Diversidades culturales, sexuales, clases sociales deprimidas, precariedad económica y pobreza. Aunque sea difícil poder identificar minorías porque cada persona es única e irrepetible en sus peculiaridades. Yo mismo reivindico mi propio lugar minoritario.
Nos equivocamos porque trabajamos con la complejidad y porque a veces este sistema no nos ayuda nada. Pone en las puertas de los hospitales a los que menos experiencia tienen o genera precariedad llenando las consultas de médicos errantes.
Nos equivocamos y como trabajamos en altura es importante disponer de una red de seguridad que nos ayude a amortiguar la caída. La mejor red será, sin duda, la formada por personas que trabajan en equipo. Aunque, tal y como están las cosas me pregunto si existen equipos como para ser capaces de soportar caídas. Todos deberíamos responder a la pregunta de “si caigo ¿quién me sostendrá” “si falla mi red ¿quién me recogerá?”.
Ante el error exigimos un trato justo en los medios y un poco de acercamiento y apoyo institucional para comprendernos. Quien ha confiado una tarea difícil en nuestras manos no puede abandonarnos a la deriva de reclamantes y aseguradoras que lo convierten en un negocio más.
Pero, no todo es cosa de otros. El error precisa romper el pacto de silencio que muchas veces hacemos. Romperlo con nuestros compañeros compartiéndolo en tiempo y forma adecuada. No sirven los pasillos o los cafés. Necesitamos de espacios para el análisis detallado que permita identificar nuestras debilidades para trabajar más sobre ellas.
Romper el pacto de silencio con nuestros pacientes. Ser capaces de ver en qué medida y por qué caminos recorrer la sutil línea entre pedir perdón o decir lo siento. Necesitamos comunicación y empatía.
Y por último, romper el pacto de silencio con nosotros mismos. Hacer un acto de reflexión que nos permita cerrar situaciones, sanar heridas y aprender a no reproducir nuestros errores nunca más.
Estas cosas y muchas más nos han ocupado durante estos días en el siap2015. Una reunión de estudiantes y profesionales sanitarios (casi todos de la medicina de familia) que se comportan de forma muy rara. Cada uno se financia su desplazamiento y alojamiento. La inscripción es gratuita gracias a que todos los ponentes ofrecen sus conocimientos y trabajo al servicio de los demás de forma altruista. Donde se comparten casas y se evitan comidas fastuosas. Se facilita el que los que menos tienen puedan acudir becados.
Todo esto genera un fluir del conocimiento de forma transversal, en libertad y sin limitaciones. Conocimiento compartido con ayuda de la tecnología para enriquecimiento de los que vienen y los que no.
Un espacio tan irrepetible como imprescindible para personas comprometidas con su profesión que algún día nos sentimos ahogados en los cauces habituales.
Y como los agradecimientos y aplausos también están limitados en estos encuentros sólo daré las gracias por encontraros. Vosotros sabéis que he robado muchas de vuestras palabras para hacer esta crónica.
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