Aunque han pasado tres décadas desde que se sentó por vez primera en una consulta, aún a Maricel Hernández le ronda la misma pasión del primer día
Todavía en Fomento, aquel pueblecillo en ciernes que la estrenaba como médico, muchos recuerdan hasta sus preferencias más triviales: “Venga, doctora, tome el café aquí que a usted le gusta bien caliente”. Han pasado 30 años. Y por aquel tiempo Maricel Hernández dejaba a un lado la especialidad de Pediatría, que tenía asignada en el sexto año de la carrera de Medicina, para enrolarse en la entonces utopía de Fidel del programa del médico y de la enfermera de la familia y convertirse en una de las iniciadoras de esa experiencia en la provincia. Era solo el principio. Todo, o casi todo, en su vida ha sido una cuestión de retos.
Quizás por intrepidez o por esa capacidad suya —probada desde que tenía apenas una veintena de años— de calar en la gente. De lo contrario, no hubiese podido pasar tantos años auscultando cada problema de salud de este territorio, primero al frente del Policlínico Sur; luego como directora Municipal de Salud en Sancti Spíritus; más tarde en el departamento de Atención Primaria de Salud de la Dirección Provincial de Salud, en la vicedirección de Medicamentos y después como vicedirectora de Asistencia médica de la provincia.
Detrás del buró ha estado mucho o lo suficiente como para que todavía cuando llegue a un lugar las personas se pongan de pie, pese a que ahora sea una subordinada más.
No son los únicos. Si fuese a calcarla en líneas debería admitirlo antes: más de una vez a mí también me ha impresionado ese rictus de autoridad.
“Estar preparado para lo que haces es lo que te da autoridad, es lo que te da respeto —confiesa—. El respeto no se impone, se gana con conocimiento, con respeto al prójimo. Dicen mis compañeros que era muy exigente de jefa, pero, bueno, siempre con ética. Yo no me arrepiento de lo que hice; hoy me siento con una tranquilidad tremenda porque digo: le entregué a la Salud Pública todos los años de mi vida para que tuviera logros, avanzara y no me arrepiento porque en la etapa que dirigí tuve resultados, al igual que la provincia, y todo eso era en bien de la población”.
Ni en aquellos días de llevar sobre sus espaldas no pocas responsabilidades temió por anquilosarse entre reuniones e informes, acaso porque nunca dejó de ver pacientes en la consulta que mantuvo a capa y espada —según dice—, de superarse profesionalmente y hacerse máster en Ciencias de la Educación Superior, especialista de segundo grado en Medicina General Integral, profesora auxiliar… y enseñar; “porque me gusta compartir lo que sé y que la gente aprenda a hacer las cosas bien. Todo eso requería de un esfuerzo extraordinario, pero siempre me gustaba que cuando fuera a dirigir o a exigir yo pudiera ser ejemplo”.
Mas, la vida suele devenir, a veces, un inequívoco retorno al punto de partida. Y aunque Maricel jamás ha vuelto a ser la doctora aquella que fue en Fomento —como se atreve a revelar—, por esos caprichos del destino ha saldado quizás una deuda consigo misma: volver a ser médico de la familia.
Hace poco más de un año, cuando puso un pie en aquel caserío brasileño, ni los más viejos recordaban haber visto una doctora así, en cuerpo y alma, por aquellos lares todos los días de este mundo. Hasta entonces Barrigada de Aníbal, comunidad del municipio de Umburanas, en el estado brasilero de Salvador de Bahía, no era más que un recodo olvidado, uno de esos tantos pueblos únicamente trascendentes por el lodo rojizo que se pega cuando se anda por ahí de paso o por aquel lago revuelto del que sale el agua hasta para beber o por esos niños descalzos que pican piedras a la vera del camino.
“Estoy trabajando en un consultorio situado en un municipio de extrema pobreza, como se clasificó, donde la gente es muy humilde, no tiene empleo, los niños no van a la escuela; una comunidad bien difícil socialmente, pero muy fácil de trabajar porque está virgen”.
No lo había vivido ni en Venezuela ni en Guatemala —donde estuvo antes de misión—, por eso le costó acostumbrarse a aquellas caritas infantiles que se asomaban del otro lado del cristal del comedor del consultorio para esperar las sobras del almuerzo o ver a un paciente convulsionar mientras la doctora brasileña lo observaba, sin tocarlo, desde la puerta de la consulta. Desde entonces, a Maricel comenzó a dolerle Brasil.
“Lo peor es que ni ellos entienden la situación real que tienen. Lo más difícil fue cuando llegué al consultorio tener que acostumbrarme a trabajar con un equipo que yo veía como que el paciente y los problemas de salud de la comunidad no eran lo fundamental, sino lo que le pagaban y eso me chocó mucho, al igual que ver a los niños picando piedras para sustentar a su familia y no ir a la escuela. Era muy difícil tener que remitir un paciente dos horas de camino y cuando llegara que el médico no lo mirara…”.
Y sin advertirlo la insensibilidad se fue trastocando. Pudo comenzar a cambiar desde el día aquel que la doctora Maricel se le plantó delante al prefecto para exigirle por el techo prometido para vivir o cuando paró la consulta para curarle la pierna a un señor ante la impavidez de la licenciada en Enfermería —porque ese no es su trabajo— o los mediodías sin almorzar por tal de no seguir haciendo esperar a quienes habían caminado hasta 10 kilómetros con los niños enfermos en brazos para atenderse.
“Yo tenía un paciente con una herida abierta y lo curaban una vez a la semana y empecé a irlo a curar todos los días a la casa y cuando ellos me vieron empezaron a ir conmigo. Comencé a hacer visitas domiciliaras y el primer día que llegué a una casa se armó un corre-corre horrible y cuando entramos todo el mundo estaba parado en atención, porque nunca habían visto un médico en la casa, pero empecé un ritmo de trabajo de todas las semanas ir a una comunidad y el equipo a acompañarme.
Comencé a hacer visitas domiciliaras y el primer día que llegué a una casa se armó un corre-corre horrible y cuando entramos todo el mundo estaba parado en atención, porque nunca habían visto un médico en la casa, pero empecé un ritmo de trabajo de todas las semanas ir a una comunidad y el equipo a acompañarme.
“Allí se remitía todo al hospital que está a dos horas de camino y en el año que estuve remití solo dos pacientes con fracturas. En ese lapso diagnostiqué un 11 por ciento más de hipertensos y un 4 por ciento más de diabéticos que no se sabían que padecían la enfermedad. En ese tiempo diagnostiqué tres pacientes con cáncer, que pensaban era otra cosa, y había una mujer con un cáncer de mama que llevaba mucho tiempo con una nodulación y no se había atendido rápidamente, le indiqué los exámenes y ya se pudo operar.
“También recuerdo a un joven de 30 años que no podía caminar; y era por gota y nadie lo había tratado y en 15 días resolvió su problema después de llevar meses en muletas. Y a un niño con una epilepsia que hacía un movimiento raro y era una convulsión y creían que eso era normal. Pero no solo en cuanto a la atención médica, también me acerqué a la asociación de moradores de la comunidad y logramos que seis de aquellos niños en edad escolar que picaban piedras se incorporaran a la escuela… Al final dije: sí cambié cosas en Brasil”.
A unos 1 500 pacientes distribuidos en 10 microáreas les brinda asistencia médica. Algunos la esperan ya a las puertas del consultorio solo para saludarla, otros la interpelan los domingos en la feria y algunos se esfuerzan el día que toca su casa para tener en la mesa, al menos, un jugo para brindar.
Pero Maricel no supo de golpe de todas las gratitudes que ha ido dejando en Brasil. Lo descubrió un día de agosto, sentada en una de las butacas de su casa espirituana en medio de sus vacaciones. Le llegó en aquellos trazos de la enfermera brasileña que en un español maltrecho le pidió: “Llévele esta carta a su hija”.
Allí en la sala de su casa leyó las palabras nunca antes pronunciadas: “Querida Mayana con mucho placer te escribo esta carta para contar la adorable experiencia que tuve al lado de tu madre. De ella aprendí a amar, aprendí a admirarla como ser humano, ejemplo para todo lo que hacíamos acá, principalmente en nuestro país tan capitalista donde las personas no piensan en ayudar al prójimo.
“Lo que más me ha enseñado Brasil es que, pese a imperfecciones, nosotros tenemos un sistema de salud único, porque el gigante suramericano tiene un guion bueno, pero una puesta en escena fatal. He aprendido que tener una gran economía no importa si no se sabe distribuir bien los recursos y comprobé, además, que los cubanos marcamos la diferencia por la consagración para atender a un paciente.
“Olvidé de contar que estoy embarazada y su mamá va a ser la madrina de mi hija, pero ahora le voy a decir algo que su mamá no sabe todavía: mi niña se va a llamar Mariana Mayana y así siempre que yo llame a mi hija recordaré a esa médico cubana que estuvo a mi lado y me enseñó tanto por su gran amor, por su gran simplicidad, por su gran humanismo, por su gran sencillez”.
Solo entonces, con los ojos nublados, la profe Maricel —como le nombran quienes la conocen y la respetan— pudo confirmar que las mejores huellas trascienden en el alma.
Ha sido un aprendizaje recíproco, porque aun luego de tres décadas aliviando dolores, Brasil le ha mostrado a Maricel no pocas llagas y unas cuantas enseñanzas. Tanto, que hasta le ha permitido volver a experimentar el mismo desvelo de aquellos días en Fomento, cuando comenzaba a crecer como la mujer arriesgada que es.
“Lo que más me ha enseñado Brasil es que, pese a imperfecciones, nosotros tenemos un sistema de salud único, porque el gigante suramericano tiene un guion bueno, pero una puesta en escena fatal. He aprendido que tener una gran economía no importa si no se sabe distribuir bien los recursos y comprobé, además, que los cubanos marcamos la diferencia por la consagración para atender a un paciente. Pero lo más que le agradezco a Brasil es que me hizo volver a ser médico de familia y eso ha sido lo máximo porque me gusta, porque soy una apasionada de la Medicina Familiar”.
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