Danielle Ofri es internista el Hospital de Bellevue y profesora de la Escuela de Medicina de la Universidad de Nuevas York. Hace unos años publicó un libro muy recomendable sobre el ejercicio de la medicina ( What Doctors feel: how emotions affect the practice of medicine) , y lleva tiempo intentando desmontar uno de los más dañinos mitos que se han introducido en los sistemas sanitarios del mundo: la idea de la “tolerancia cero al error médico”, bien azuzado desde las agencias de acreditación y calidólogos de postín, empeñados en convertir la práctica clínica en la cadena de montaje del nuevo VW Passat. A diferencia de ellos, Ofri considera que el error no es una excepción, sino algo consustancial a cualquier actividad humana, inevitable en profesiones que toman a lo largo del día cientos de decisiones ( pequeñas y grandes). Y puesto que es algo natural al ejercicio clínico, lo que se necesita es sacar el error a relucir y aprender de él.
Por desgracia, tanto los máximos responsables de los sistemas sanitarios como los medios de comunicación, llevan décadas fomentando justamente lo contrario: la idea de que el error no existe, y caso de producirse, el propósito de que caiga sobre su responsable todo el peso de la ley. Bajo ese paradigma no es extraño que los pacientes practiquen esa tolerancia cero ante cualquier equivocación, por nimia e intrascendente que sea.
Hace unos días Ofri escribía en el New York Times sobre la complejidad del acto clínico. Reflexionaba en voz alta sobre el artículo publicado en BMJ respecto a la fiabilidad de los sistemas on line que chequean síntomas, esa nueva forma de estimular la hipocondría de la gente. La fiabilidad de estos instrumentos es muy limitada; en el estudio medían el porcentaje de aciertos de 23 de dichos sistemas a través de su aplicación en 45 casos estandarizados (agrupados en situaciones de emergencia, atención no urgente y autocuidado). Los sistemas analizados aportaban el diagnóstico correcto solo en el 33% de los casos y daban un consejo adecuado para el triage en el 57% ( aunque variaba desde el 80% en situaciones de urgencia a 33% en autocuidados).
En comparación con ellos , el porcentaje de acierto de un médico bien formado y con tiempo adecuado para atender a sus pacientes oscila entre el 80 y el 90%. Para cualquier persona normal la diferencia en fiabilidad entre los sistemas automatizados y los basados en el ejercicio de los profesionales es abismal. Sin embargo, para ciertos usuarios irracionales, periodistas carroñeros y políticos desaprensivos, es inadmisible que persista un 10 a 20% de errores, como señala Ofri en su artículo. Si la industria del automóvil está aplicando el Six Sigma de Motorola (3,4 errores cada millón de intervenciones), cómo no lo va aplicar el sistema sanitario cuando “la vida humana es el valor más preciado”.
Vidas humanas que dejan de tener ese valor tan preciado cuando simplemente “desaparecen”, fruto de decisiones económicas tomadas por manos invisibles en lejanos despachos.
Para Ofri “en esos días en que te sientes bombardeado por múltiples posibilidades diagnósticas desde cada célula del cuerpo, en los que la muerte acecha casi en cualquier circunstancia y en la que dispones solo de minutos para tomar una decisión, 80 o 90% de acierto diagnóstico es un número reconfortante”.
El paradigma de tolerancia cero al error médico no solo es imposible de alcanzar, sino que esconde una absoluta ignorancia sobre lo que es la práctica de la medicina , sea quien sea el político, ciudadano o periodista que lo diga.
Como cuenta Ofri en esta charla el error forma parte de nuestro hábitat natural. Es necesario aceptarlo, descubrirlo y aprender de él. Pero pretender erradicarlo es como arrasar todas las bacterias del tubo digestivo: producen mucho más daño que beneficio.
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